2007/11/16

El sur del mundo


Chile Chico. Patagonia chilena. Vientos que soplan a una velocidad impresionante, dejando en la piel la sensación de flagelo y vida. La sangre corre con más fuerza por mis venas, y a pesar del frío, siento calor.
El sol no deja de brillar, la noche se impone recién a las diez. El día puede resultar bastante largo, productivo o no, y en el fondo deja mucho que pensar y también, el inevitable agotamiento, que invita a dormir después de una buena copa de vino.
El insomnio no tiene cabida en ese contexto. El cuerpo aprende que la oscuridad en esta época del año y en la región austral, tiene vida corta. Por ende, hay muy poco tiempo para adentrarse en las invitaciones usuales de la noche paceña: tragos, amigos, conversaciones interminables y el inevitable roce con las musas hiperactivas.
La inspiración para escribir, visita durante otras horas. Esa, la mejor experiencia. Casi las siete de la noche, el cielo todavía celeste. Las voces empiezan a brotar entre los arbustos, dictando historias, complementando mi vocabulario con palabras que antes no podía decir, porque no las sentía: serenidad, inmensidad, paz, silencio, amor incondicional.
La enormidad del paisaje, la presencia imponente de las montañas nevadas de la cordillera, el lago brillando en matices de turquesa y dorado... Sólo queda la conciencia de lo pequeños que somos ante la naturaleza. Y a la vez, la comprensión de que sin la capacidad de interpretación que hace el hombre de cuanto lo rodea, no podríamos convivir en este maravilloso universo.
Esos pequeños instantes de abstracción, de comprensión del mundo sentada en una piedra a la orilla de un hermoso lago, me han permitido sentirme más viva que nunca, y aprender que el silencio es esencial para escuchar y lograr la comunión perfecta desde un nivel mucho más profundo que el simple análisis concreto de la realidad.
En Chile Chico lo único que pasa es el viento, y con él, se va todo. Pude haberme ido con él. Preferí guardar sus mensajes en el lugar más profundo de mi alma.